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Los fármacos y las cosas.

Texto curatorial por Rodrigo Alonso

Las obras de Roma Blanco ponen de manifiesto una singular obsesión con el universo de los medicamentos. Tabletas, cápsulas y comprimidos, de las más variadas geometrías y colores, se multiplican en ellas, adoptando configuraciones visuales de profundas resonancias alegóricas y simbólicas. Aunque acostumbramos a relacionar los fármacos con el ámbito de la salud, Blanco ve en ellos unas connotaciones que apuntan más bien al íntimo funcionamiento de la vida contemporánea, a nuestras confianzas y temores, a la dialéctica irresuelta entre cuerpo y espiritualidad.

Existen dos grandes motivaciones que impulsan el uso de los medicamentos. Por un lado, se los utiliza para calmar o eliminar el dolor, para prolongar la resistencia corporal, y con ella, la duración de la vida orgánica. Por otro, se los emplea con frecuencia para estimular diferentes formas de excitación o placer, a través de una intervención momentánea sobre las capacidades motoras, los reflejos o la conciencia. En el primer caso hay un intento por dejar el cuerpo atrás, por silenciarlo; en el segundo – incluso si las drogas actúan sobre él – hay una voluntad de trascenderlo. En ambos casos, se busca negar los límites que éste impone y proyectarse más allá de él. Ese movimiento posee tintes psíquicos y metafísicos, y es aquí donde Roma Blanco cimienta el eje de su producción.

Esta vía aparece claramente en el proyecto Curandera (2013). Un texto elaborado con motivo de su presentación establece que el curandero es “una persona que a través del espíritu cura el cuerpo físico” poniendo en entredicho la infalibilidad de la ciencia. La palabra no oculta la irreverencia con la cual se dejan de lado las virtudes terapéuticas de los remedios para operar sobre sus materialidades y metáforas, sus formas y efectos sociales.

La medicina puede indicar el camino hacia el restablecimiento del equilibrio de las funciones corporales, pero la verdadera cura es resultado, en gran medida, de la confianza y la fe. A esto habría que sumar la condición de fetiche que adopta el medicamento en la sociedad capitalista. Su valor de uso y su valor de cambio son ampliamente superados por las proyecciones culturales y simbólicas que los invisten con el valor de la sobrevida (y su contrapartida inevitable, la negación de la muerte). Por eso hay también en ellos algo de religioso y trascendental.

El trabajo de Roma Blanco hace hincapié en todos estos significantes. Cuando transforma a las pastillas en joyas exalta su carácter fetichista, único a pesar de ser un elemento cotidiano, admirable más allá de su banalidad. De igual manera, pone de manifiesto la elegancia de sus formas, dando a entender que el cuidado en su elaboración se corresponde con la naturaleza extraordinaria de su acción sobre los individuos que las emplean.

Por otra parte, la artista utiliza tabletas y comprimidos como unidades para confeccionar unas bellas composiciones circulares decorativas, a medio camino entre los mandalas orientales y los rosetones de iglesias y catedrales. Nuevamente, las remisiones al espíritu y la fe se vuelven ineludibles. En ocasiones, utiliza estos patrones para cubrir extensas superficies murales que desplazan la atención de sus atractivas formas hacia la indiferencia del producto serial. En realidad, aquí es el propio espectador el que, al aproximarse o alejarse, establece la calidad de su vínculo: entre la admiración por la delicada conjunción de las formas y la apatía inducida por la repetición. 

En trabajos recientes, la artista supera el encanto de las apariencias visuales de los fármacos y se interna en la oculta simbología de sus fórmulas químicas. O más bien, deberíamos decir que reemplaza una fascinación por otra. En sus dibujos y aguadas, el encadenamiento de los círculos, las líneas y los hexágonos gesta universos caprichosos y lúdicos, de un atractivo plástico que deja en segundo plano las precisiones del lenguaje científico. Como un demiurgo antojadizo, Blanco juega con el hermético idioma de la realidad codificada que se cifra en él, indiferente a las consecuencias de sus actos. ¿Estará creando algún producto de propiedades curativas inimaginables? ¿Alguna pócima destructiva o fatal? 

Entre sus referentes, la artista cita una significativa frase de Gorgias de Leontino: “La palabra es poderosa como el fármaco”. ¿Acaso no es igualmente poderosa la palabra del dios que funda o transfigura una realidad? En la investigación de las fórmulas químicas, Blanco encuentra una nueva vía que la reconduce hacia lo religioso, lo espiritual y la magia. Una vía que indaga en los lenguajes secretos como espacios de emanaciones profundas, de incertezas y perplejidad.  

Al mismo tiempo, su obra se orienta también hacia el extremo casi opuesto, hacia el placer inmediato del ornamento. ¿No hay en esta orientación una remisión solapada al hedonismo y la evasión, típicos valores de nuestra sociedad contemporánea? “La falta de ornamentos es un signo de fuerza espiritual” proclamaba Alfred Loos en su famoso ensayo, Crimen y ornamento (1908). Evidentemente, los nuestros no son tiempos de tal fortaleza. Son tiempos, más bien, de energías contenidas en cápsulas y de esperanzas concentradas en las palabras del psicólogo, el curandero o el doctor. 

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